La apertura.
El renacer de la Grunfeld fue una garantía de alegría para todos los aficionados, un sinónimo de que la lucha sería despiadada.
En esta ocasión Magnus no pudo hacer su siesta pero si notorios signos de preocupación cuando se alcanzó la siguiente posición.

Se abrían muchos caminos para las negras pero casi todos conducían al precipicio. Magnus pensó y pensó hasta que logró encontrar la forma más sólida de proceder y con la ayuda del propio Anand pudo solucionar sus problemas.
Una vez más Anand careció de ese instinto asesino que hacía grande a Kasparov y le llevaba a encontrar jugadas sorprendentes en posiciones en las que parecía que no había nada más. Aquí las apariencias eran excelentes, las opciones blancas estaban por doquier, era cuestión de encontrar la mejor entre todas ellas y seguir poniendo piedras en el camino hacia Noruega pero justo es decir que tampoco había nada evidente que todos pudieran señalar con un dedo.

Nos quedan dos finales, dos partidas que se antojan apasionantes.
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